El trigo de tu trigal está ya crecido, igual que hace un año, cuando iba a buscarte y no te encontraba. Entonces iba a tu trigal, el último rincón del mundo donde te aislabas, donde te echabas y te dejabas ocultar por el verdor de las espigas.
Y yo llegaba ansiosa llamándote… ¡SOMBRA! Entonces asomabas tus orejas negras
recortadas sobre el verde y me mirabas desde lo lejos, sin levantarte más… ¿para
qué? Galgo ocioso, ese era tu lugar
secreto, tu lugar seguro, y yo te había encontrado. Pero aquel trigal era tuyo, y sabías que yo
me conformaba con mirarte, con ver tu cabeza asomando entre las espigas.
Ese era el final de mi rutina
contigo, mi querido Sombra. Desde esos
primeros días de 2015 casi todas mis tardes eran para ti. Con mi cubo de rescate repleto de pienso,
salchichas, a veces paella… lo que pillara, me lanzaba en tu búsqueda. Ya te encontraba casi cada día, dónde los
guardas… “Buenas tardes, Miguel, está por aquí?” El saludo era seguido de un sonido de
cancelas abriéndose, y yo pasaba con mi coche a callejear por aquel recinto de
parcelas. Llegaba al fondo, cogía a la
derecha y contaba una, dos y tres a la derecha otra vez… y a pie ya te llamaba “¡SOMBRA!”
Y por allí aparecía tu negra cabezota, tus orejas perfectas, por allí estabas
ocioso casi cada tarde.
Otras tardes me cruzaba contigo
por la carreterita, tú siempre andando por medio, era pavoroso verte. Pero ibas derecha, izquierda, derecha,
izquierda, esquivando coches según los veías venir a lo lejos. Y cuando llegabas a la esquina de la calle
que da al canal girabas y ya te perdía, porque tus pasos veloces de galgo eran
inalcanzables. Cuando por fin llegaba al
canal ya habías pasado el puente y te habías camuflado entre el trigo. De nuevo te llamaba… “¡SOMBRA!”, y cuando
veía tu negro perfil contra el verde ya me iba feliz a casa. Qué extraña sensación, como si te dejara en
un lugar seguro, como si con verte tuviera bastante. Hasta mañana, mi rey, descansa.
Meses antes nos veíamos en otra
zona, más cerquita de casa, verdad, cariño?
Incluso te podía ver algunas tardes desde mi ventana, o te ponía
comidita en el olivar de abajo. Alguna
siesta hemos pasado allí tumbados en la hierba, verdad, mi niño? Hasta que perezoso y orgulloso te levantabas
con esa belleza indescriptible, con esa negrura infinita, y te alejabas casi
sin mirar atrás. No me necesitabas,
verdad, mi cielo?
Durante dos años te vi en tu
árbol… fíjate, tu trigal, tu árbol… tu… tu… Ese árbol ha sido testigo mudo de
tantas cosas… Intentos de rescate propios y ajenos, atropellos, peleas con otro
galgo, pero sobre todo era dónde tú sabías que yo no te iba a fallar, dónde tú
sabías que siempre habría un puñadito de pienso para ti. La otra tarde fui a tu árbol, y simplemente
puse mis manos en su tronco. Tu nombre
salía de mis labios sin cesar, como una corriente de energía desde la tierra a
mis manos, a mi boca y a mis ojos.
Te veía por todos sitios, por
cada rincón de estos campos, por las calles.
Te recuerdo en absolutamente todos los lugares donde te vi, que fueron
todos. Cómo voy a olvidarte, si tu
sombra sigue vagando como un fantasma por donde vagabas, si te sigo viendo por
donde te veía, si es imposible creer que no estás.
Me juré que un día te quitaría
ese collar. No lo cumplí, porque te lo
quitaron sedado, no era fácil despegar ese cuero de tu piel. Pero ahora mismo tengo ese collar en mi regazo,
siempre en mi escritorio, siempre ahí, siempre presente. Y me pregunto ¿De verdad este era su collar?
El collar del inalcanzable Sombra, del mítico Sombra, del legendario Sombra… Y
sólo queda de ti ese collar. Ese collar
y miles de recuerdos que me niego a olvidar.
Porque contigo hubo un antes y un después en mi vida, porque
significaste tanto tanto tanto para mí.
Porque te debo que hoy sea como soy.
Han pasado cuatro meses desde que
cruzaste el arcoíris, no sé si donde estuviste te recordarán o sólo has sido
una sombra en sus vidas. Yo a día de hoy
te puedo decir que te recuerdo cada día, que te lloro casi a diario, y que no
sé cuándo lo voy a superar.
Sólo espero que realmente
murieras siendo querido y mimado. Ese es
el único consuelo que puedo tener.
Bueno, ese y un último guiño del destino que tan cruel fue contigo, pero
que me permitió despedirme de ti entre besos y decirte que te quería, mi amor…